24 octubre, 2011

El momento de la despedida

Faltan algunas clases para terminar...pero sigo sin poder pensar en cómo será el momento de la despedida.
Cuando querés ver, te encontrás planificando las clases mientras caminás a la parada del colectivo, en la cena, en la ducha, mirando una película, en las charlas con amigos…siempre alguien dice algo que puede servir de disparador, siempre hay una parte de alguna película que podría ayudarles a los chicos a entender tal o cual concepto.
La realidad del aula, su cotidianeidad se ha infiltrado tan fuertemente en nuestras vidas, que no hay conversación donde no salga alguna anécdota del curso, alguna sinvergüenzada, una picardía, o la sorpresa de la participación, el interés, la opinión.
Personalmente no recuerdo cosa alguna que haya hecho antes, que me diera tantas satisfacciones (de manera constante y sostenida) como la expectativa de los chicos y chicas del segundo año, antes de empezar la clase.
Siempre miran si llevo la compu o el cañón, los afiches (porque significa que la actividad va a “estar buena”, según me dijo Jesica la clase pasada), si voy con pedacitos de cartulina, una caja…o cualquier cosa que lleve en las manos. Todo les sorprende y esperan tranquilos en sus asientos. Y este no es un dato menor…
Realmente me asusté la primera vez que fui a observar: saltaban de banco en banco, jugaban a la pelota con una silla (si, con una silla ¡literalmente!), gritaban, se ponían los auriculares o charlaban entre ellos. La única manera de tenerlos en silencio era con pruebas sorpresa o fuertes llamadas de atención.
Lo confieso: pensé que era una tarea imposible, ¡que me iban a salir canas verdes!, que la tarea de enseñarles me iba a superar ampliamente…hasta que llegó el día en que me paré en frente. Ese día supe que toda la desazón y el cansancio que significa llegar al final de la carrera, los sinsabores de los exámenes, la repetitiva rutina de hace años de ir a cursar en los mismos horarios, leer pilas y pilas de documentos, sentir siempre que se están gastando “los últimos cartuchos” de las ganas…desaparecieron. Me sentí feliz, orgullosa de estar ahí, con ellos, y no otros chixs. Cuando respondieron lógicamente una pregunta, cuando colaboraron con la lluvia de ideas, cuando se rieron en los juegos, cuando reflexionaron sobre la violencia y la discriminación como si fueran personas grandes y experimentadas…me sentí verdaderamente orgullosa de ellos.
Creo que éstas sensaciones son lo más cercano a mi percepción de ésta experiencia. Puede ser cursi, trillada, un cliché…pero es mía. Y en lo más profundo de mi ser tengo la idea (quizás ingenua, quizás no) de haber tocado sus vidas también. De haber logrado para ellos un cambio.

Se acerca el final de una etapa, y eso es positivo, porque significa también el comienzo de otra…pero ¿Quién dijo que era fácil?

Cuenta Galeano en su "Ventana sobre la Memoria":

“A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos.
Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia.
Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla”.



Ellos me enseñaron el placer de compartir un espacio de conocimientos, experiencias y subjetividades; dejaron en mí el hermoso tesoro de ser lo que siempre soñé ser.
Espero de corazón que la “vasija” que intenté dejarles a los chicos y chicas de segundo año, les pueda servir para hacer la más hermosa obra del mundo, es decir, una obra propia, tan suya que sea inigualable.

Macarenna

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